Ese día me dijeron me llevarían de viaje, me lo aseguraron y juraron por aquél terruño sagrado en el que decían, había nacido yo. Las pláticas de mis padres eran encantadoras, todas un primor. Siempre reflejaban lo maravilloso, la pureza, pero sobre todo la tranquilidad y paz en que una vez instalados, se convertía el entorno de aquél sitio cuyo nombre albergaba ocho letras, cada una de ellas llena de historia, y más aún, de magia y tradiciones.
Fue por épocas de mayo, en que tuve la dicha y el honor de saber de los nativos del lugar, distinguidos por conocerse todos entre sí. Aquí nadie era extraño para los demás. Porque el que lo era, entonces no era autóctono. Si con decirles que a mí, que hacía siete años que no me veían por allí, sabían de mi perentoria existencia y hasta eran capaces de describir los rasgos físicos que ni yo mismo conocía de mí.
En ese entonces, me enamoré profundamente del lugar, Amacueca era el nombre desnudado y sin secrecías. Aquí se daban esos frutos que a los españoles conquistadores, y después colonizadores parecerían exóticos, porque no había en ultramar, de donde ellos habían partido, muchos para nunca regresar; estos mismos ejemplares que sólo este hermoso espacio todavía puede ver nacer.
Hace algún tiempo, cuentan los abuelos, se les conocía como “coapetillas”, con ello, los antiguos mexicanos hacían referencia a las serpientes gruesas que en su momento llegaron a pulular por esta región. Unas salían de entre las piedras, otras debajo de la tierra, y a otras nomás se les veía enroscadas en los gruesos troncos de los árboles. Dicen que soñando en lo que decenios después se convertirían algunas: en pitahayas, de ahí el mito. Lo que nadie sabe ni ha podido explicar, es el por qué de la mutación de unas cuantas, pero eso sí, con gran fecundidad.
Diez y seis municipios habían sido convocados a la feria regional de las coapetillas, todos los pueblos del territorio habían asistido acompañados de caravanas de camiones y coches, algunos hicieron días enteros de camino, porque era tanta la gente que viajaba, que un coche tenía que esperar afuera de la carretera, hasta que otro descendiera de la misma, para entonces subirse y enfilarse, e así irse acomodando pasito a pasito. La historia se escribía.
Nosotros hicimos diez y siete días desde un pueblo llamado ‘Sin Nombre.’ Al llegar, la feria destilaba esplendor. Aquello que veían mis ojos, eran torreones similares a los usados en siglos pasados para defender castillos. Unos eran morados, otros rojos. Todo configuaraba un maravilloso edificio multicolor: amarillos, blancos, violetas, rosas, naranja… si aquello era un total deleite. Muchas empezaban a abrirse y reventar la cáscara escamosa para asomarse y ver a los miles y miles de visitantes.
Aquella noche de mayo llena de magia y destino, decidí volver a presenciar cada año los castillos de coapetillas. Tenía siete años apenas pero mis padres creyeron en mí, porque eran de los que acostumbraban a decir: “nunca debemos reír de los sueños ajenos.” Y yo esa noche tuve un sueño: cristalizar los años de los antiguos mexicanos, esos años en que sus tiernas coapetillas y ese terruño tan singular, serían la sede internacional de la pitahaya. Hoy, para eso estoy aquí.
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Este escrito, ha sido elaborado para el suplemento de Rituales del periódico El Juglar, en Ciudad Guzmán, Jalisco y la región Sur del estado.
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