miércoles, 16 de junio de 2010

Comiendo tierra

Ya me habían humillado e insultado otras tantas veces, la última me corrieron, “¡agarras tus cosas y te me vas mañana!”, me dijo un individuo que creía merecerlo todo. “Sí, claro que me voy”, le dije. Nunca pensé que volvería a repetirse, juré que no lo volvería a pasar, pero me equivoqué una vez más.

Aquella mañana salí de esa casa en apariencia humilde pero al interior llena de tristeza, frustración y soberbia. Parecía que llovería, mas yo sabía que no regresaría a esa calle de nombre Aramberri, en el poniente de la ciudad, hasta que tuviera donde pasar la noche. Caminé rumbo a la central de autobuses, tomé Cuauhtémoc y me fui derecho. Después di vuelta por Madero, y en el trayecto iba haciendo llamadas en cada esquina.

“¿Bueno?”, -Buenos días, disculpe, vi un anuncio en el periódico sobre una habitación en renta, ¿usted me puede dar información?-, “sí, así es. Mire, tiene cama, clóset, un mueble para poner ropa y minisplit”, -Aha, y ¿cuánto cobra?-, “dos mil 500 joven”, -bueno, le agradezco-. Así llamé por teléfono a varios lugares, hasta que encontré algo que se adecuó a mi escaso presupuesto: 1,200 pesos por mes.

Era una viejecita dulce y tierna, en apariencia. Cuando le hablé ni siquiera me quiso dar el precio, dijo que se acoplaba. Llegué a Ruperto Martínez casi esquina con Manuel Doblado y vi la habitación, nada tenía. Pedía 2,400 mensuales, le dije que le podía ofrecer 1,200. Total que aceptó, urgida supongo de un ingreso extra. Ya luego me prestó una cama, dos sillas y una mesa de plástico de la Pepsi.

Todo comenzó cuando según ella, yo dejé la luz encendida del pasillo la primera noche que pasé allí. De verdad que me extrañé profundamente y estaba seguro de no haberlo hecho, después ella me hizo dudar, -“o sea que, ¿yo estoy mal?”-, me dijo. Le prometí que no volvería a suceder. Al pasar los días se siguió quejando de lo mismo y entonces yo ya estaba seguro que ni siquiera encendía la luz.

Un buen o mal día alguien tocaba desesperadamente mi puerta, intentaba entrar y forzaba la cerradura como en una persecución, me vestí inmediatamente y pregunté tres veces: “¿quién es?”, -¡Cómo que quién es, si soy yo!-, contestó envilecida finalmente. Era la anciana, que además se enfureció al decirle “señora.” Pensé que algo le pasaba. Cuando abrí me aventó la puerta en la cara y fue directo a cerrar la ventana. Con ese sofocante calor no entendí por qué lo hacía si llovía, Comenzó a insultarme. Ahí comprendí que algo andaba mal.

La última noche que permití sus humillaciones, habían pasado 5 días de haber llegado, subió dos veces a decirme que cuando ella baja yo encendía la luz, y cuando subía yo mismo la apagaba. -¡Es usted un huevudo!-, me espetó. Tomó un ventilador que me había prestado y también la extensión. Yo seguía sentado en la silla frente a mi computadora. Le dije que si quería que quitara yo los focos del pasillo, -¿Qué?, ¡si es mi casa!-, me gritó. Le pedí permiso para hablar y ni siquiera me lo concedió. Quise explicarle, como tantas otras ocasiones y no me dejó, apunto estuvo de pegarme con la extensión en mano. Yo seguía sentado, sereno, escuchando sus insultos y humillaciones.

Ahí comprendí que la señora estaba mal del cerebro, y que había una parte que no le funcionaba. Cuando hablaba con ella parecía de lo más cuerda y centrada. Fue entonces que decidí mudarme de nuevo, y por séptima ocasión en casi dos años. ¿La verdad? Nunca me había permitido tanta humillación, pero así es la vida, y como alguien me dijo, a veces “vas a tragar hasta tierra.”

Ese último día que pasé allí, comencé a cuestionarme sobre la concepción de esta “señorita” anciana de la realidad. Porque lo que para mí, y quizá para cualquiera de ustedes siempre ha sido tener la luz apagada, para ella no era así. Empecé a preguntarme si yo era el loco, o era ella. Concluí que esta anciana veía cosas que no estaban dentro de la realidad, o al menos que no eran parte de la mía. A los seis días me mude de nuevo, sin esperar pero tampoco sin eludir las inclemencias de la vida.

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