miércoles, 28 de septiembre de 2011

El Sayula que yo recuerdo (el Sayula púber de los ochenta)

Lic. Rodrigo Sánchez Sosa

El Sayula que yo recuerdo…

Despegaba el decenio de los ochentas del siglo pasado, yo tenía menos de tres lustros en la vida, por lo que todo parecía nuevo, aún lo viejo, como el viejo edificio de la secundaria mixta Sayula, del tiempo de la colonia, sus gruesas paredes, sus enormes puertas, sus claustrofóbicos espacios, sus añadidos del mal gusto y fuera de lugar, como los apestosos sanitarios (sobre todo el de hombres), el foro derruido aunque más reciente que el resto del edificio, y por su puesto su antigua cancha de básquet bol de la que solo quedaban las líneas que delimitaban sus áreas en el piso del patio de la escuela.

En la casa de la cultura, dónde hoy se encuentra la exposición de piezas prehispánicas, al entrar al edificio a mano izquierda, en otra dimensión del tiempo-espacio, 1980, se encuentra el salón de tercer grado de la mixta (si mal no recuerdo), de lado derecho en la misma dirección, se encuentra la dirección de la escuela; frente al patio del lado norte tres salones, dos primeros y un segundo, del lado sur, el salón de mecanografía, el baño de las mujeres y al final el laboratorio destartalado de la escuela, con su probetas polvorientas, sus mecheros y morteros de botica antigua.

Las ventanas de mi salón, primero “B” dan a la calle 16 de septiembre y se puede ver la pared sur del cine edén; una puerta de madera, clausurada, comunica las oficinas de la dirección de la escuela con nuestra aula de clases (circunstancias que generará una anécdota que más adelante contaré). Nada que ver el edificio de nuestra vieja secundaria por cooperación, con el flamante espacio e instalaciones de la ETA, hoy EST 11, equipada para entender el futuro técnico del país y la región.

La verdad en aquél tiempo jamás entré a la escuela de tejas rojas y paredes blancas que para mi natural conflicto con la autoridad, resultaba repulsivo; salvo, claro, cuando íbamos a ver a las muchachas de la ETA. Por ello no podría describirla, creo que ni aún hoy que ya he estado dentro de sus instalaciones. El hoy centro histórico, era para los muchachos de la mixta de entonces, un universo en sí mismo, que invitaba más al humanismo que a la agro producción, como motivos de interés intelectual; y como no, si estábamos en un edificio consistorial del tiempo de la colonia, inmersos en una arquitectura del siglo XXVII, frente a una plazoleta con un kiosco donado por Porfirio Díaz, que a su vez Francia había donado a México a principio o finales del siglo ante pasado (con una rosa de los vientos cuyo motivo principal era un gallo, símbolo nacional francés, que alguien después se robó, como la capsula del tiempo que estaba en los cimientos del monumento a Hidalgo allí mismo).

En frente el parían, de arquitectura, versión libre, de un diseño hindú; pasando el portal colón, el hospital de indios de la nueva Galicia, con su portal neogótico; a contra esquina de la escuela, entre pilares de 1600, el lugar donde el general Villa, durante la revolución, dirigió la batalla de la cuesta contra los carranzistas, con los cuales simpatizaban los terratenientes locales, pero que cobardemente ocultaron al general. A pesar de tantos años representados en adobe, hierro y cantera, todo era nuevo para mí, tan nuevo como el disco de Queen, “rapsodia bohemia”, que se promocionaba en sonido 103 FM de Guadalajara; tan nuevo como el “Salón Azul”, la fuente de sodas de poético nombre que se encontraba en el parían, donde las muchachas en el receso de clases iban a tomarse una nieve y ponían en la rokcola a Emmanuel, Vicky Carr o Roberto Carlos; en el mismo portal estaba el billar de “Pancho”, con sus mesas de domino donde siempre estaba quien luego sería nuestro maestro de educación física, Enrique Anguiano, jugando domino con el “gringo” amigo de mi papá y Pancho.

Con escasos 13 años, podías ignorar el letrero que advertía “se prohíbe la entrada a menores de edad” y gritar desde una mesa de pool, durante el receso para desayunar de la escuela: “¡tiempo Pancho!...” pero también podías jugar futbol americano entre las bancas del jardín, “chichelegua” contra el poste de las bocinas del sonido del kiosco o futbol soccer por la calle 16 de septiembre; podías comprar un hot dog riquísimo en el carrito del señor Solórzano a un lado de las sillas para bolear del “Chicas” o comprar en el puesto ambulante de “Cande el peinado” jalado por un burrito, que se estacionaba frene a la puerta de la escuela, mangos con limón y chile, pepinos igualmente preparados, duros, dulces y hasta agua fresca.

Los más vagos se compraban cigarros “carmecitas”, de carita, que vendían en el puesto de Don Pablo, frente a la parroquia, donde aún se encuentra, y se los fumaban a escondidas en el kiosco. Si lo preferías, podías ir cómodamente a tu casa a desayunar, si traías bicicleta o vivías cerca del centro como yo. Media hora, de 10:30 a 11:00, duraba el receso. Claro que aquello era un salto cualitativo en la vida de quien apenas salía de la infancia. Ese Sayula nuevo, rebosante de oportunidades, de sorpresas, parecía sonreír todo el tiempo, tan adolecente e inocente como nosotros los alumnos de primer años de la mixta Sayula, que un día íbamos al billar y otro jugábamos como niños con robots de juguete en las escalinatas del kiosco. Lo nuevo y lo viejo, la infancia y la juventud eran uno, tal como lo veíamos.

Maximiliano González Michel era el presidente municipal, Vallarta Plata (creo) era el gobernador, Javier García Barragán era el presidente nacional del PRI y el hombre más poderoso de México después del presidente, López Portillo era el presidente de la república. Ronald Reegan y Margaret Tacher, conspiraban contra nuestro futuro sin que nos diéramos cuenta; El Salvador se desmoronaba en una guerra civil y John Lennon moría asesinado en Nueva York, y con él un sueño.

El futuro pintaba tétrico, mientras, nosotros oíamos la lectura de un texto en una clase de español de la maestra Roció Rodríguez, donde nos narró cómo una familia de la Alemania Oriental cruzó ilegalmente en globo el muro de Berlín hacia lo que ellos suponían la libertad. Fredy Mercury cantaba “amorcito loco” en la radio sin que nadie supiera qué era el sida y menos que el cantante de Queen moriría de esa enfermedad; Vicky Carr cantaba desde le “salón azul” “Total” y yo estaba muy preocupado por que no me alcanzaba para unos pantalones Levis de pana cafés que vendían en la tienda de Don Macario Jaramillo por la calle Porfirio Díaz, quien alguna vez preguntándome mi edad, agregó con nostalgia a mi respuesta “¿quién tuviera otra vez 14 años”…(continuará)

1 comentario:

Anónimo dijo...


Me encantó tu narración, yo viví en Sayula, de adolescente y estudié en la ETA 112, recuerdo mucho los sitios que describes, pero más uan su gente, alegre. generosa y solidaria.