lunes, 16 de agosto de 2010

Los amantes

Lizeth Sevilla

Ten cuidado si la mujer que amas cierra los ojos al recibir tu primer beso.
Confía en la mujer que te brinda sus labios sin dejar de mirarte.
Saadi. Citado en Un fénix demasiado frecuente. Hugo Rodríguez Vega.

Hay quien dice que los amantes son aquéllos que salen despavoridos de sus trincheras a cazar otros cuerpos, ser amante es una actitud, con la mujer propia, con la mujer de otro, con otras mujeres que caminan inexpugnables por las calles.

Él es un amante por antonomasia; desde que se levanta hace alegorías a su ritmo de vida, a la rutina que lo invade con el trabajo diario. Saluda a la mujer que tiene a su lado, desayuna con ella –como siempre-, cruza una que otra palabra sobre las noticias del periódico y sale rápido a su oficina.

El tiempo extra con ella es relativamente poco, procura que sea así; llega un momento en la vida de pareja en que despertar juntos todos los días no siempre es un hecho inmutable. En sus vidas también la rutina, los mismos gestos, el mismo cuerpo, nada de poesía en los recovecos del diario, en los gemidos conocidos. Un día para el mercado, otro día para los abuelos y los padres, días para la casa, para el coche y si quedan ganas, diminutos instantes para los azares del cuerpo con su mujer que clama libertad, cierra los ojos y piensa en qué cocinará al día siguiente.

Helena ha terminado la licenciatura, tiene veinticinco años pero las vivencias del diario la han convertido en una mujer de casi cuarenta. Los hombres de su edad le han dicho que es una mujer en extinción, inteligente, guapa, amable, con planes a futuro que no radican en el matrimonio sino en posgrados pero es complicado vivirla, ellos prefieren el ritual que implica el por siempre y para siempre o como dice Joaquín Sabina, los amores civilizados. Ejercer su sexualidad es todo un problema; de pronto aceptar una caricia ocasional la convierte en una estadística más de la moral de su madre y de la moral de medio contexto que la castra; no tener pareja la convierte en algún ente a punto de caducar y los adjetivos vienen y van conforme sigue en movimiento.

Los hombres de veinte le han resultado aburridamente inseguros, piensan en el porvenir –que no llegará nunca sin arriesgarse- en echarse a la bolsa Júpiter, Saturno e Infonavit para el futuro; sus caricias son torpes y aceleradas. Los hombres de treinta tienen miedo en las entrañas, la moral los agobia conforme pasa un día y no se han establecido –a menos que sean artistas y estén en movimiento- conquistan mujeres viudas de tiempo y caricias, al final terminan huyendo de sí mismos, anhelando la soledad…

Pero los hombres de cuarenta, resultan ser interesantes –porque en diminutas ocasiones aman- sus conversaciones bastas de sueños provisorios, sin problemas de tiempo –porque ya no lo tienen, lo dieron a manos llenas- tocan el cuerpo sin miedo a equivocarse, sin prisa, porque llevan goce y pausas en sus miradas –que aparentemente lo han visto todo- .

Despiertan con una mujer que no es la suya y se quedan en la cama, esperando lo anterior modifique la rutina, y escuchan las bastas conversaciones atiborradas de energía de la mujer joven que tiene a su lado; que ya no pide tiempo porque lo ha perdido paulatinamente, que no exige cariño porque no es neoliberal…

Los amantes coinciden, se miran, se besan… terminan en la cama o en el sofá… se vuelven seres verticales y horizontales… no piensan en el futuro, les llegan oleadas de pláticas comunistas, de Bukowski, Saramago y en algún momento del día vuelven a encontrarse bajo las sábanas…

Después se incorporan a la rutina, se encuentran en la calle, en las librerías, se saludan con admiración y respeto, solo son conocidos para terceros o cuartos y quizá en algún momento del día vuelva a sorprenderlos el asombro de sus cuerpos.

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