viernes, 21 de mayo de 2010

El mundo según Monsanto


Me he tomado la libertad de hacer una trancripción parcial directamente del libro El mundo según Monsanto: de la dioxina a los OGM, una multinacional que les desea lo mejor (2008, editorial Península, Barcelona), de la periodista, documentalista y directora de cine francesa Marie-Monique Robin.

Lo que a continuación se muestra es incluido en el capítulo 9. Cabe mencionar que no es el capítulo completo, sino solamente algunos subtemas comprendidos entre las páginas 269-282. Los párrafos originales, puesto que en el texto son muy extensos, han sido separados para facilitar así su lectura.



Parte II


OGM: LA GRAN MAQUINACIÓN

Capítulo 9. 1995-1999: MONSANTO TEJE SU TELARAÑA.



Están ustedes asistiendo no sólo a una consolidación de las empresas semilleras, sino también a una consolidación de toda la cadena alimentaria.”

Robert Fraley, copresidente de la división agrícola de Monsanto (Farm Journal, octubre de 1996).




“Como científico que trabaja activamente en este dominio considero que no es justo tomar a los ciudadanos británicos por cobayas.” Estas pocas palabras referidas a los OGM y difundidas el 10 de agosto de 1998 en el programa World in action de la BBC arruinaron la carrera de Arpad Pusztai, un bioquímico de renombre internacional que trabajó durante treinta años (de 1968 a 1998) en el Rowett Research Institute de Aberdeen (Escocia). “Creo que ellos nunca me perdonarán haber dicho eso,” me explica con una sonrisa maliciosa que ilumina su rostro (casi) octogenario cuando lo conozco en su domicilio el 21 de noviembre de 2006.
¿Quiénes son “ellos”? – le pregunto oliéndome la respuesta.

-Monsanto y todos aquellos que en Gran Bretaña apoyan ciegamente la biotecnología – me responde el doctor Pusztai -. Nunca hubiera pensado que yo podía ser víctima de prácticas que recuerdan a las utilizadas por los regímenes comunistas contra sus disidentes.

LAS PATATAS MALDITAS


Hijo de un húngaro resistente a la ocupación nazi, Arpad Pusztai nació en Budapest en 1930. En 1956, cuando los tanques soviéticos avanzaban hacia la capital húngara, huyó a Austria, donde le concedieron el estatuto de refugiado político. Licenciado en química, obtuvo una beca de la Fundación Ford, la cual le propone estudiar en el país que quiera. Elige Gran Bretaña, que para él representa “el país de la libertad y de la tolerancia.” Tras obtener un doctorado de bioquímica en la Universidad de Londres es contratado por el prestigioso Instituto Rowett, considerado el mejor laboratorio europeo de nutrición. El investigador se especializa en las lectinas, esa proteínas presentes de forma natural en algunas plantas, que tienen una función insecticida y protegen a éstas contra los ataque del pulgón.

Si bien algunas lectinas son tóxicas, otras son inofensivas para el hombre y para los mamíferos, como la lectina procedente del narciso de las nieves llamada “GNA”, a la que Arpad Pusztai consagró seis años de su vida[1]. La pericia del bioquímico es tan reputada que, a pesar de haber llegado a la edad de su jubilación, en 1995 el Instituto Rowett le propone prolongar su contrato para que pueda dirigir un programa de investigación financiado por el Ministerio de Agricultura, Medio Ambiente y Pesca escocés.

Dotado con 1.600.000 libras (más de dos millones de euros), este sustancioso contrato que moviliza a unos treinta investigadores tiene el objetivo de evaluar el impacto de los OGM en la salud humana. “Todos estábamos muy entusiasmados,” me explica Arpad Pusztai, “porque entonces no se había publicado ningún estudio científico sobre este tema, aunque en Estados Unidos se acababa de sembrar el primer cultivo de soja transgénica.”

El Ministerio pensaba que nuestro estudio constituiría un apoyo a favor de los OGM en el momento de su llegada a los mercados británico y europeo. Porque, por supuesto, nadie se imaginaba (empezando por mí, que era un ardiente partidario de la biotecnología) que íbamos a encontrarnos con problemas. El entusiasmo del científico es tal, que cuando en 1996 se publica en The Journal of Nutrition el estudio toxicológico de Monsanto sobre la soja Roundup ready, él considera que efectivamente, es “una ciencia muy mala,” pero que por eso su equipo y él lo van a hacer mejor: “Me decía que si con un estudio científico digno de ese nombre podíamos demostrar que los OGM eran realmente inofensivos, entonces seríamos unos héroes,” me cuenta.

De acuerdo con el Ministerio, el Instituto Rowett decide trabajar con patatas transgénicas, que sus investigadores ya han desarrollado con éxito, insertándoles el gen que fabrica la lectina del narciso de las nieves (GNA). “Los estudios preliminares habían demostrado que, efectivamente, las patatas repelían los ataques del pulgón,” me explica Arpad Pusztai. “Además sabíamos que en estado natural el GNA no era peligroso para las ratas, ni siquiera cuando absorbían una dosis ochocientas veces superior a la producida por los OGM. Por lo tanto, nos quedaba evaluar los posibles efectos de las patas transgénicas en las ratas.”

El protocolo de la experiencia prevé hacer un seguimiento de cuatro grupos de ratas desde el destete hasta ciento diez días después: “Trasladado al ser humano,” precisa Arpad Pusztai, “equivale a hacer un seguimiento de un niño desde la edad de un año hasta los nueve o diez años, esto es, en el periodo en que su organismo está en pleno crecimiento.” En el “grupo control” se alimentó a las ratas con patatas convencionales. En los dos grupos experimentales se alimentó a las cobayas con patatas transgénicas procedentes de dos linajes diferentes. Por último, en un cuarto grupo el menú comprendía patatas convencionales a las que se había añadido una cantidad de lectina natural (extraída directamente del narciso de las nieves). “Mi primera sorpresa,” recuerda el doctor Pusztai:

“fue cuando analizamos la composición química de las patatas transgénicas. En primer lugar constatamos que no eran equivalentes a las patatas convencionales. Y a continuación que no eran equivalentes entre ellas, porque de un linaje a otro la cantidad de lectina expresada podría variar en un 20%. Es la primera vez que tuve dudas sobre el hecho de que la manipulación genética puede ser considerada una tecnología, porque para un científico clásico como yo el principio mismo de la tecnología significa que si un proceso produce un efecto, este efecto debe ser estrictamente el mismo si se repite el mismo proceso en condiciones idénticas. En esto, la técnica era aparentemente muy imprecisa, porque no engendraba el mismo efecto.”

- ¿Cómo se lo explica?

- Desgraciadamente sólo tengo hipótesis que nunca he tenido los medios necesarios para verificar… para comprender bien la imprecisión de lo que se llama de manera impropia la “biotecnología”, que generalmente se efectúa con un cañón de genes, basta con tomar la imagen de Guillermo Tell, al que se le tapan los ojos antes de que lance una fecha contra un blanco (sic): es imposible saber en qué parte de la célula a la que se dirige va a aterrizar el gen bombardeado. Creo que la localización aleatoria del gen explica la variabilidad en la expresión de la proteína, en este caso de la lectina. Otra explicación se debe quizás a la presencia de lo que se denomina el “promotor 35S”, procedente del gen del virus del mosaico de la coliflor, destinado a promover la expresión de la proteína, pero del que nadie ha verificado qué efectos análogos podría engendrar. Pero lo cierto es que las patatas transgénicas provocaban unos efectos inesperados en los organismos de las ratas.

- ¿Qué efectos observaron ustedes?

- De entrada, las ratas de los grupos experimentales presentaban unos cerebros, hígado y testículos menos desarrollados que las del grupo control, así como unos tejidos atrofiados, sobre todo en el páncreas y el intestino. Por otra parte constatamos una proliferación de las células en el estómago y esto es inquietante, porque puede desarrollar el desarrollo de tumores causados por productos químicos. Por último, el sistema inmunitario del estómago estaba sobrecalentado, lo que indicaba que los organismos de las ratas trataban a estas patatas como cuerpos extraños. Estábamos convencidos de que lo que se encontraba en el origen de estas disfunciones era el proceso de manipulación genética y no el gen de la lectina, cuya inocuidad habíamos probado en estado natural. Aparentemente, al contrario de lo que afirmaba la FDA, la técnica de inserción no era una tecnología neutra, porque producía, por sí misma, efectos inexplicados.


EL CASO ARPAD PUSZTAI: DURO CON EL DISIDENTE


Profundamente preocupado Arpad Pusztai compartió sus inquietudes con el profesor Philipp James, director del Instituto Rowett, que también es uno de los doce miembros del “Comité consultivo sobre los procesos y los alimentos nuevos”, encargado de evaluar en el Reino Unido la seguridad de los OGM antes de su salida al mercado.

Convencido de la importancia de los resultados del estudio, el director le autoriza a participar en un programa de la BBC dedicado a la biotecnología y grabado en junio de 1998, es decir, siete semanas antes de su difusión, en presencia del director de relaciones públicas del Instituto. “Durante la entrevista”, explica Arpad Pusztai, “no di ningún detalle sobre el estudio que todavía no habíamos publicado, pero respondí francamente a las preguntas que se me hacían porque consideraba que tenía el deber moral de alertar a la sociedad británica sobre las incógnitas sanitarias que rodeaban a los OGM cuando se estaban importando de Estados Unidos los primeros alimentos transgénicos.”

De hecho, desde el 23 de abril de 1990 la Comunidad Europea había adoptado la directiva 90/220, que regulaba la difusión de los OGM en Europa. Esta preveía un procedimiento tipo, todavía en vigor ocho años después (y todavía en 2008): para obtener la autorización de salida al mercado de un alimento o de una planta transgénica la empresa debe transmitir un expediente técnico a un Estado miembro, cuyas instancias nacionales evalúan los riesgos del producto para el humano y para el medio ambiente.

Tras examinarlo la Comisión Europea transmite el expediente a los demás Estados que tienen setenta días para pedir exámenes suplementarios si lo consideran necesario. Así es como en diciembre de 1996 la Unión Europea autorizó la importación de la soja Roundup ready (al igual que un maíz Bt de Novartis), basándose en el estudio publicado ese mismo año por Monsanto. Lo que estaba en juego era tanto más importante cuanto que en el marco de los acuerdos del GATT de 1993 Europa había aceptado limitar sus superficies planteadas de oleaginosas (soja, colza, girasol) para permitir la venta de las existencias estadounidenses, con lo que obligaba a los agricultores a aprovisionarse del otro lado del Atlántico para su forraje.

- ¿Le preocupa la falta de pruebas sobre los OGM? - Pregunta mi colega de la BBC a Arpad Pusztai.

- Sí – responde el científico sin dudarlo.

- ¿Comería usted patatas transgénicas?

- ¡No! Como científico que trabaja activamente en este dominio, considero que no es justo tomar a los ciudadanos británicos por cobayas…


En un primer momento los directivos del Instituto Rowett no tienen nada que objetar a la famosa frase, que se repite continuamente en el anuncio del programa World in Action el 9 de agosto de 1998. Al día siguiente el Instituto está desbordado de peticiones de entrevista y el profesor James se da el gusto de elogiar los méritos de un estudio que consigue semejante publicidad. La noche de la emisión (el 10 de agosto) el director no puede evitar llamar a Arpad Pusztai para felicitarle por su proeza en la televisión. “Estaba muy entusiasmado”, recuerda éste. “Después todo cambió bruscamente…”

En efecto, el 12 de agosto, cuando hay una horda de periodistas plantados frente a su casa, Arpad Pusztai es convocado a una reunión en la que el profesor James, asistido por un abogado, le anuncia que su contrato queda suspendido hasta el momento e su jubilación. Se disuelve el equipo de investigación. Se confiscan los ordenadores y los documentos relacionados con el estudio y se cortan las líneas telefónicas. Arpad Pusztai es condenado a una gag order, una prohibición para comunicarse con la prensa bajo pena de diligencias judiciales.

Empieza entonces una auténtica campaña de desinformación con el objetivo de empañar su reputación y con ella la validez de su advertencia. Philipp James afirma en varias entrevistas que su investigador se ha equivocado y que contrariamente a lo que él creía no ha utilizado lectina del narciso de las nieves, sino otra lectina llamada “Concanavalina A” (Con A), procedente de una judía sudamericana conocida por su toxicidad.

En otras palabras: los efectos observados en las ratas no se deben a la manipulación genética, sino a la lectina “Con A”, que es un “veneno natural”, como se apresura a subrayar el doctor Collin Merritt, portavoz de… Monsanto en Gran Bretaña. “En vez de ratas alimentadas con patatas modificadas genéticamente, el doctor Pusztai utilizó los resultados de pruebas hechas en ratas tratadas con el veneno”, va aún más lejos el Scottish Daily Record Sunday Mail. “Si se mezcla cianuro con vermú en un cocktail y se constata que no es bueno para la salud, no se concluye por ello que haya que prohibir todas las mezclas de bebidas,” ironiza por su parte sir Robert May, un consejero científico del gobierno.

De igual modo, Le Monde retoma en Francia esta “información”, tanto más extraña cuanto que concierne al mejor especialista en lectinas del mundo: “El doctor Pusztai ha mezclado los datos referentes a un linaje de patatas transgénicas, cuyo estudio apenas se ha iniciado, y otros procedentes de experiencias que consisten en añadir proteínas insecticidas al menú de las ratas. Por lo tanto, los tubérculos incriminados no tenían nada de transgénico…” “Era terrible”, murmura Arpad Pusztai con la voz estrangulada por la emoción. “Y ni siquiera tenía derecho a defenderme.”

Casi contradiciéndose, el profesor James ataca en un segundo frente: pide a un equipo de científicos que dirijan una auditoría del famoso estudio. Una tiene la tentación de preguntar por qué. Si un error referente a la lectina utilizada había tergiversado la experiencia, entonces no había razón alguna para estudiar a fondo sus resultados… Sin embargo, el 28 de octubre de 1998 el Instituto Rowett hace públicas las conclusiones de la auditoría: “El comité piensa que los datos existentes en absoluto permiten sugerir que el consumo de patatas transgénicas por parte de las ratas ha afectado a su crecimiento, al desarrollo de sus órganos o a su sistema inmunitario. Esta sugerencia […] era infundada.”

Pero el caso ha causado tanto revuelo que la Cámara de los Comunes pide escuchar al “disidente”, con lo que obliga al profesor James a autorizarle acceder a los datos de su estudio. Arpad Pusztai decide entonces enviárselos a 25 científicos internacionales con los que él ha trabajado en el curso de su larga carrera y que aceptan elaborar un informe comparando dichos datos con la auditoría dirigida por el venerable Instituto.

Publicadas en la portada del diario The Guardian del 12 de febrero de 1999, las conclusiones del informe no son amables con el “comité” establecido por el profesor James: tras indicar que la auditoría había ignorado deliberadamente algunos resultados, sus autores precisan que estos “demostraban muy claramente que las patatas transgénicas tenían efectos significativos en la función inmunitaria [de las ratas] y que ello bastaba para reforzar totalmente las declaraciones del doctor Pusztai.” De paso denuncian la “violencia de trato infligido por el Rowett” a su colega y “aún más, el secreto impenetrable que rodea todo el caso”, y apelan a una moratoria de los cultivos transgénicos.

Unos días después, la comisión científica y tecnológica del Parlamento británico inicia sus sesiones. Ante las preguntas de sus interrogadores, que ponen de relieve sus contradicciones, el profesor James se escuda en un nuevo argumento que Collin Merritt, el portavoz de Monsanto, ya había utilizado en una entrevista concedida al diario The Scotsman: “No es posible soltar una afirmación de este tipo antes de que haya sido examinada correctamente por otros científicos.” En otras palabras: lo que el director de Rowett reprocha (ahora) a su investigador es que haya hablado antes de que el estudio fuera publicado con todas las de la ley.

Manifiestamente, el argumento no convence al doctor Alan Williams, uno de los miembros de la comisión parlamentaria, que evocando el papel del comité consultivo encargado de autorizar la salida al mercado de los alimentos transgénicos, al que pertenece Philipp James, le responde con una británica ironía:

“El hecho que usted diga que no es correcto comentar un estudio no publicado nos plantea un grave problema porque, si lo he entendido bien, todas las decisiones tomadas por el comité consultivo se basan en estudios emanados de empresas que no están publicados. Esto no es verdaderamente democrático, ¿verdad? No tenemos derecho a comentar los estudios porque no están publicados, pero, por otro lado no se ha publicado ningún estudio. Por lo tanto, nos vemos obligados a confiar en la opinión del comité y de sus respetables miembros, que toman todas sus decisiones en nuestro nombre, confiando en estudios que provienen de empresas comerciales. ¿No le parece a usted que hay en ello una evidente falta de democracia?”

Las palabras del parlamentario son el meollo de la inmensa polémica desencadenada por el caso Arpad Pusztai, que alimenta no menos de setecientos artículos solo en el mes de febrero de 1999. Como constata entonces el New Statement, “la controversia sobre los OGM ha dividido a la sociedad en dos frentes beligerantes. Todos aquellos que consideran que los alimentos transgénicos son una perspectiva aterradora – el ‘alimento de Frankenstein’ – se levantan contra los defensores [de la biotecnología].” “Aquí todo el mundo nos odia”, se lamenta por su parte Dan Verakis, portavoz europeo de Monsanto.

De hecho, un sondeo realizado secretamente desde octubre de 1998 a petición de la empresa y del que la prensa pudo conseguir una copia revela un “descenso continuo del apoyo del público a la biotecnología,” con un “tercio de opiniones extremadamente negativas.” Siete meses después la tendencia es confirmada por un nuevo sondeo encargado por el gobierno británico, y que constata que “sólo el 1% de la opinión pública cree que los OGM son buenos para la sociedad” y que la mayoría de las personas entrevistadas no confían en las autoridades para “proporcionarles una información honesta y equilibrada.”

Y hay que reconocer que los escépticos tienen mucha razón: mientras que las principales empresas de la distribución agroalimentaria – como Unilever England, pero también Nestlé, Resco, Sainsbury, Somerfield o las filiales británicas de McDonald’s y Burguer King – se comprometen públicamente a renunciar a todo ingrediente transgénico, se descubre que el gobierno de Tony Blair ha dirigido unas maniobras muy extrañas para “recuperar la confianza del público.”

Según un documento confidencial que pudo conseguir el Sunday Independant, Blair estableció un auténtico plan de batalla “para denigrar la investigación del doctor Arpad Pusztai recurriendo a científicos eminentes que estaban dispuestos a aparecer en entrevistas televisadas y a escribir artículos” que se suponía “ayudaban a contar una historia buena.” Entre estos científicos el documento cita sobre todo a los de la muy respetada Royal Society que, de hecho, colabora muy activamente en la operación de denigración.

MONSANTO, CLINTON Y BLAIR: PRESIONES EFICACES


“La Royal Society fue verdaderamente feroz”, suspira Arpad Pusztai, mientras que a su lado el doctor Stanley Ewen (al que conozco al mismo tiempo) opina del jefe. Este científico histólogo, reputado que trabaja sobre todo en la Universidad de Aberdeen y hoy sexagenario, había estado asociado al estudio de las patatas transgénicas. Él es quien se encargó de evaluar su impacto sobre el sistema gastrointestinal de las ratas. En un memorando dirigido al Parlamento británico había puesto de relieve los resultados de su experiencia: “un alargamiento de las criptas intestinales y una respuesta de células inflamatorias en las paredes del intestino.”

Todavía hoy al doctor Ewen le cuesta hablar del “caso”, que aniquiló para siempre su fe en la independencia de la ciencia. “Era como si el suelo se hundiera bajo mis pies”, me cuenta con voz emocionada. “Era imposible de entender: el lunes nuestro trabajo era formidable y el martes estaba destinado a la papelera… Yo mismo fui jubilado de oficio, como si hubiera cometido una falta grave…” Me cuenta con aspecto triste cómo la Royal Society mancilló deliberadamente su reputación de seriedad y de imparcialidad para vilipendiar los resultados del estudio.

El 23 de febrero de 1999 diecinueve miembros de la institución publicaron en el Daily Telegraph y The Guardian una carta abierta en la que estigmatizaban a los investigadores que “han desencadenado una crisis a propósito de los alimentos transgénicos haciendo públicos unos resultados que no habían sido sometidos a la revisión de otros científicos.” Lo cual es falso, puesto que en los ciento dos segundos que duró la entrevista, Arpad Pusztai no había dicho ni una palabra sobre los resultados de su estudio, sino que se contentó con apelar a que hubiera una mayor vigilancia sobre los OGM en general. El 23 de marzo la Royal Society hace lo que no ha hecho en trescientos cincuenta años de existencia: publica un análisis crítico de la famosa investigación en el que concluye que ésta presentaba defectos tanto en su concepción y su ejecución como en la evaluación de sus resultados.”

Estudiando esta extraña iniciativa, The Guardian descubre que la “sociedad” ha constituido una “célula de denigración” cuyo objetivo es “modelar la opinión pública y científica en una línea a favor de los OGM y contrarrestar tanto a los científicos opuestos como a los grupos medioambientales.” La actitud de la Royal Society es tan excepcional que el 22 de mayo 1999 The Lancet, una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo, decide salir de su reserva:

“Los gobiernos nunca hubieran debido autorizar estos productos (OGM) sin haber exigido pruebas rigurosas sobre sus efectos sanitarios”, insiste el editorial.

Entrando deliberadamente en la liza, la revista anuncia que va a publicar - ¡por fin! – el estudio de Arpad Pusztai y Stanley Ewen. Como es costumbre, envía una copia del artículo a seis “revisores independientes” que, como hemos visto, se supone que no informan sobre el contenido hasta su publicación, anunciada para el 15 de octubre de 1999.

¡Ay! Violando todos los códigos establecidos, John Pickett, el “sexto lector”, no duda en criticar violentamente los artículos en las columnas de The Independent, cinco días antes de su publicación. Peor: transmite el examen del texto a la Royal Society, que directamente echa la culpa a Richard Horton, director de The Lancet: “Ha habido fuertes presiones para anular la publicación”, confía éste a The Guardian, citando un “telefonazo muy agresivo” el profesor Peter Lachmann (ex vicepresidente y secretario de biología de a Royal Society y presidente de la Academia de Ciencias Médicas) que le habría hecho comprender que la publicación “podría tener repercusiones sobre su posición como director” (afirmación desmentida después por el profesor Lachmann).

“No es sorprendente”, comenta el profesor Stanley Ewen. “La Royal Society apoyó desde el principio el desarrollo de los OGM y muchos de sus miembros como el profesor Lachmann, trabajan como consultores para empresas de biotecnología.”

- Incluido para Monsanto - Añade Arpad Pusztai - . Además, Monsanto era uno de los patrocinadores privados del Instituto Rowett, pero también del Instituto de Investigación Agrícola de Escocia, un acercamiento tanto más “natural” cuanto que uno de sus directivos más visibles, Hugh Grant que hoy es el presidente y director general de la empresa, es escocés…”

- ¿Cree usted que Monsanto desempeñó algún papel en este asunto? – pregunto.

- Para mí no cabe la menor duda de que la decisión de detener nuestro trabajo se tornó al más alto nivel – murmura Stanley Ewen -. Lo confirmé en septiembre de 1999. Asistía a una cena y en la mesa de al lado estaba uno de los administradores del Instituto Rowett. En un momento dado le dije: “es horrible lo que ha ocurrido a Arpad, ¿verdad?” Me respondió: “Sí pero, ¿no sabe usted que Downing Street [sede del primer ministro británico] llamó dos veces al director?” Entonces comprendí que había habido algo supranacional en este asunto; la oficina de Tony Blair había sufrido presiones por parte de los estadounidenses, que consideraban que nuestro estudio podía perjudicar a su industria de la biotecnología y muy particularmente a Monsanto…

De hecho, esta información fue confirmada por un ex administrador del Instituto Rowett, el profesor Robert Orskov, que en 2003 informó al Daily Mail de que “Monsanto había telefoneado a Bill Clinton, después Clinton a Blair y Blair a James....”

[1] Arpad Pusztai ha publicado doscientos setenta artículos científicos, sobre todo sobre las lectinas, en revistas internacionales de referencia.

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