viernes, 15 de enero de 2010

Ya estaba muerto


Pensó que vivía, pensó que moría, pero no lo sabía aún. Pensaba en que las noches eran la mejor parte del día, porque podía inspirarse y ponerse a escribir. Contaba cuentos en los periódicos, a veces se reflejaba en ellos pero no era él, sino la imaginación, porque “sin ella nada, nadita, ni un diyita era capaz de existir”, pues los días del hombre eran producto de sus sueños, de sus ilusiones y finalmente de la imaginación propia.


Abordó el camión que atravesaría el país, la enorme tierra que lo vio nacer, que le engendró, que le posibilitó su breve existencia, lo que hoy era, porque sin esta tierra, decía él, “no era nada, porque el grano de arena más insignificante de aquella laguna, no era el mismo en otra”. Sabía que volvería, mas no sabía cuándo, ni en qué condiciones. Aquí hacía un clima agradable; allá, el intenso frío era el pan de cada noche. No le gustaba mucho, pero “ni modo, no hay de otra”, sonreía.


Al bajar del autobús, el mismo calosfrío que al abordar la noche anterior, le cubrió todito el cuerpo, pero no le tomó importancia, porque hacía mucho frío entonces, y pensó que era de eso mismo. Caminó para tomar un taxi, le cobraría treinta pesos por llevarlo a la casa de huéspedes en que vivía hacía cuatro meses, tampoco le agradaba, pero era lo que el bolsillo le daba para pagar. Llegó a las calles Platón Sánchez y Aramberri, se bajó y pagó. Durante el trayecto sus pasos parecían andar acompañados.


Llegó Semana Santa, y con ella el regreso para encontrarse con los suyos. Recuerda haber pagado el boleto más barato de todos, “qué suerte”, se dijo, “quizá se equivocó, tuvo qué ser, sí”. Al bajar del camión viejo, se encontró con que no tenía boleto, al querer recoger su maleta tampoco estaba en el lugar. No se explicaba por qué en la central no había nadie para ayudarlo. El chofer se había ido. Miró una anciana con cara de espanto, la mirada le atravesó el cuerpo.


Al llegar al pueblito, se encontró con que nadie le esperaba, ni en su casa le abrieron. Tocó y tocó, mas nadie respondió. Luego de un par de horas pudo ver a su hermano, el mayor, pasó manejando sin detenerse. Le gritó, pero no le escuchó. Corrió tras él de contento, corrió y corrió, ya exhausto vio que se detuvo, paró frente a la sala de velación, le vio entrar, “¿y éste?”, pensó.


Consigo llevaba una corona de flores que se leía: “En Nombre Tuyo, Hermano”. No tuvo qué ingresar para saber de qué se trataba. Ahora comprendía los calosfríos; aquellos pasos tras de él; ahora asimilaba la respiración que le había acompañado todo el tiempo, como si alguien durmiera con él. En la puerta del lugar, vio a la muerte, no podía esperar más. No volvió a ver a los suyos, porque él ya estaba muerto, y del pueblo nunca se fue.




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