Habían pasado casi 100 años, seis meses y treinta y un días de aquél viaje que alguna vez emprendí. Jamás adquirí boleto; tampoco tomé autobús alguno; y lo que para mí era mejor, no tuve que moverme más de 7 metros a la redonda. Todo lo tenía en este enorme cuarto, aunque mis hijos, que poco a poco se fueron alejando, decían que era una habitación lo suficientemente pequeña para volver loco a cualquiera. Se fueron. Sin embargo, en los libros lo tenía todo, o casi todo.
Así me encerré en mis doce paredes “para siempre”, había dicho aquél día del recién nacido septiembre, de un año que mejor prefiero no recordar. Lo único que puedo decir es que, aquellas desgracias que parecían azotar al país nunca fueron tales, porque en verdad no eran cosa que el Universo pudiera aceptar sin chistar. El pago vendría después, cuando la civilización se exterminara a sí misma y comenzara de nuevo la impasible vida. Ya estaba escrito en el Libro de los Cambios.
“Haiga sido como haiga sido”, yo ya no quería vivir en ese mundo de idolatría y terrorismo mediático que a diario nos atacaba. Aunque eso de “vivir” haya tenido para mí, una connotación muy disímil de la que muchos le dan a la palabra. Para mí vivir significa leer y escribir, pero más importante todavía, y desde luego más difícil, parir ideas. Como una gallina pone huevos, o más complicado aún, así como un asno nunca podrá parir una cría. Era así como vivía.
En aquellos poco más de 36 mil 500 días de espeluznante encierro, nunca asomé siquiera la nariz. Nunca. Pero un glorioso y majestuoso día, el dios de los cristianos, judíos y musulmanes, que era el mismo, y el mismísimo Universo, decidieron juntos que el destino no decidía todo, sino que también podemos elegir. Fue así que firme en mi pensamiento, abrí como pude esa puerta de madera que ni con los años logró llevarse la polilla.
Fue tanto lo que por aquellos años logré escribir, pero eso sí, en papel, puro papel -ya que la computadora que alguna vez me regalaron, me atrofiaría la vista al poco tiempo-, que cuando abrí la gran puerta incolora, dando el primer paso descalzo, las bolas de papel scribe se desplomaron en su conjunto, saliendo rodando de aquél lugar. Cuando atravesé por el templo elevado, las bolas de papel en que tanto escribí pero que por alguna cuestión deseché, me seguían como acompañando mis pasos.
La noción de tiempo la había perdido ya, aunque sabía del momento del primer rayo solar. Fue en ese instante que me encontraba ya frente a mi lápida, lo supe porque inscrito sobre ella se abrazaba mi nombre: Crisanto. Fue allí cuando supe, los que no se nombran designarían un nuevo título para el lugar, ahora le llamarían Tapalpa. Por los próximos tres siglos sería este el espacio que desahogaría emociones ajenas llenas de elixir, orgías placenteras entre autóctonos y visitantes extranjeros tomarían lugar aquí. Sería Tapalpa el nombre más enaltecido en la región. Lo que los nativos desconocían, es que la magia y tradiciones nunca son eternas.
Exclusivo para suplemento Rituales, del periódico Juglar, en Ciudad Guzmán, Jalisco.
Por: José Guadalupe Isabeles Martínez.
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