Una frontera es un punto al que alguien puede llegar, pero que nada impide continuar, aunque ello implique infringir normas y libertades de terceros. El testimonio se vive a diario, al enfrentarnos a nuevas realidades de las que seleccionaremos: a) dar la vuelta y seguir por donde siempre hemos ido, o b) dar la cara al desafío y cruzar el límite.
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Lo que hoy resistimos directa o indirectamente, es una crisis estructural de proporciones insospechadas: la guerra contra el crimen; una microeconomía espantosamente deprimida y reflejada en cada mexicano pobre; una macroeconomía que ostenta hoy al hombre más rico del planeta, al milmillonario (¡mexicano!) Carlos Slim; un país altamente dependiente del petróleo, sin lo cual moriría; un establishment político-empresarial-industrial que no se duele de tanto abuso.
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Los tejidos de la desgracia se han ido enraizando perezosamente, entrelazándose sutilmente y sin el menor empacho en las estructuras de nuestra nación y destino. Como el suave viento que rosa la piel indefensa, como el frío se apodera del cuerpo irremediablemente, como el tiempo transita irrevocablemente. Así pareciera que el desconcierto llegó para quedarse, y lo que aguarda tras aquella portezuela al país es todavía peor. Calderón no claudicará en la reyerta contra el crimen, y su sexenio terminará militarizado, los dineros para extender programas sociales se harán patentes, mas nada será suficiente, al menos no en el mediano plazo.
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Los riesgos siempre están presentes, para todo, lo malo es que no sabemos de bien a bien cuándo resultarán en una asombrosa e inesperada transformación. El punto es que la gente se harta de lo mismo: huelgas, marchas, increpaciones, congresos convertidos en mercados, protocolo y parafernalia, libertades que extinguen, encadenan y crucifican la propia democracia, cuestionamiento tras cuestionamiento que impide el poderoso actuar del Estado. La gente se harta, y entonces opta por legitimar otras opciones.
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A la luz de los hechos y condiciones, no existen hoy elementos para una revolución armada como la de 1910, porque la gente, aunque pobre o de clase media, tiene más qué perder. El valor a la propiedad, familia, y a la vida misma, es superlativo comparado con aquél del siglo pasado. La guerra no es cristalizable, aunque sí la desestabilización y el sabotaje, mismos que obtienen ya como resultado la fuerza y avasallamiento del Estado.
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Así las cosas, no estamos lejos de que la casta militar desafíe a la casta política a nombre de la Patria y el Estado, percudido ya de tanta saña. El día en que los militares ocupen la Presidencia se encuentra allí, como materia inerte. La toma del poder será por golpe de Estado, no hay otra forma. Acabarán así con el hartazgo, amasarán el poder en una figura autoritaria, mas no en un régimen totalitario. Llegará entonces la disciplina al poder y el país recobrará su vuelo, un vuelo tantas veces postergado. Ese día puede llegar como una opción al fastidio, al desorden y al caos producto de la democracia y las libertades exacerbadas.
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Correo: joseisabeles@hotmail.com
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